domingo, 3 de enero de 2010

Tenía que decirlo, parte II

Había dentro de mí una fuerza que no me dejaba en paz porque me estaba perdiendo de algo muy grande. Por mi cabeza entraban y salían preguntas y respuesta que justificaban mi situación. Sin embargo la más poderosa fue el cuestionamiento que me hice a mi misma sobre el significado de la fe. Dios ha hacho grandes cosas con personas comunes como yo, sólo porque se atrevieron a retar la lógica humana y confiar en una fuerza más grande que la de ellos, la fuerza divina que cada día conocían más y a la que entregaban sus debilidades. En ese momento mi cuerpo se estremeció. Mi estómago se habrá hecho del tamaño de una ciruela pasa, al menos eso sentí. Sentí un gran impulso, el miedo se fue, pero yo casi temblaba. Tenía  que hacerlo, yo quería ser parte de ese grupo privilegiado que pierde el miedo de atreverse a conocer a Dios o, mejor aún, los que ya lo perdieron porque lo conocen.  Yo siempre hago alarde de conocer a Dios y de que soy cristiana, pero ese era el momento de actuar como viendo al invisible, era tiempo de tener fe. 
Eran las once de la mañana y yo todavía vestía ropa de dormir. Era el momento, ahora o nunca. Me fui al baño y me miré en el espejo, mi aspecto era, no se los diré porque no es algo muy relevante, pero no perdería más tiempo en arreglarme como es costumbre cada sábado, porque eso no era lo más importante en ese momento. Si alguien tiene cabello rizado, esa persona mejor que nadie entiende que si no de lava el cabello por las mañana, tendrá que pasar un buen rato tratando de disimular su volumen y aspecto para parecer normal y estéticamente aceptable. Así que tomé una mascada  que convinaba curiosamente con el único vestido que tenía para sábado y cubrí mi cabellera. Es curioso como bajo presión podemos realizar las cosas con tal rapidez que no siempre se logra cuando tenemos el todo el tiempo del mundo. Hasta me dio tiempo de hacer una pequeña maleta para pasar la noche en casa de mi amiga Denisse, que tan amablemente me propuso desde el viernes y que por miedo a manejar hasta su casa, que queda a treinta minutos de donde yo estaba, había rechazado. Pero en ese momentome retomé la invitación. Me tomó quince minutos lo que me toma una hora y media los sábados del resto del año. 
Tomé las llaves, el celular y mi Biblia. Adrenalina debía estar pasando por cada célula de mi cuerpo. Sentía una combinación de energía y ansiedad inexplicables. Abrí la camioneta, me senté, adapté los espacios entre el asiento y el volante y respiré profundamente. Creo que fue un minuto de silencio. Mis signos vitales vlvieron a la normalidad y cerré los ojos. Hice un oración que espero no olvidar nunca. No la diré literalmente porque eso quedó entre Dios y yo, pero puedo decir que le dije me llevara a la iglesia, que él manejara conmigo y que no quería que ocurriera una tragedia. Estuve cinco minutos dentro del carro. Cinco minutos de entregar mis miedos y el alma a Dios. En ese momento no recordaba el significado de miedo, simplemente se esfumó. Por mi cuerpo en lugar de correr adrenalina corría paz y confianza en mi Dios. Desde ese momento comencé a derribar gigantes. El giante de correr sobre mi carril, el gigante de subirme a un freeway, el gigante de tomar el carril correcto en el tiempo pertinente, el gigante de actuar como viendo al invicible. Parecía como si Dios le hubiera dicho a muchos ángeles que nos acompañaran, que detuvieran a todos los demás carros de San Antonio por otros espacios, para que me dejaran el camino libre cada vez que tenía que hacer una maniobra importante y necesitaba mi espacio en esta primera experiencia. 
Llegó el momento de tomar la carretera que me llevaba a la iglesia y que yo no conocía muy bien. Mis sentidos se pusieron alerta y fueron testigos del milagro. Créanlo, no era yo, era Dios llevando la camioneta. Dios me dirigió exactamente por todo el camino hasta llegar a la iglesia. Era como si ya lo hubiera hecho muchas veces antes y yo conociera el camino perfectamente. Dios y yo sabemos que no era así, que fue él quien manejó y quien sabe el camino. 
Sin comprenderlo completamente estaba en el estacionamiento de la iglesia apagando el auto, nuevamente mirando a mi alrededor y repirando profundamente. Agradecí a Dios por el milagro, bajé lo más rápido que pude y corrí hacia el templo. Me detuve frente a la puerta y sin pensarlo mucho entré. Eran las 11:50 de la mañana, muy tarde para entrar al servicio. Pero no para mí, era una necesidad que mi alma tenía.
Allí estaba sentada, pero inquieta. Realmente no podía estar tranquila, tenía paz pero estaba inquieta. Raro ¿no? Y es que tenía que decirlo, realmente había ocurrido un milagro y tenía que compartirlo. 
En un minuto terminaría la oración y todos empezarían a salir del santuario. No siempre los permisos para hablar al frente me gustan porque hay todo un protocolo de juntas y vistos buenos que hay que juntar antes de hacerlo. Pero esto no podía esperar siquiera el tiempo de pedir el permiso. Terminó la oración y todos se pararon. Corrí lo más reverente que pude hacia el púlpito. El lugar no es muy grande, así que no había mucho camino que recorrer. Salió el predicador de su lugar y tomé el micófono.  Dije: "hermanos, no se vayan. Regálenme dos minutitos" El cuerpo me temblaba y la voz comenzó a quebrarse. Los hermanos se sorprendieron por tan inusual acción. Pero podía ver la curiosidad en sus ojos por saber que se me había ocurrido esta vez. Comencé agradeciendo a Dios por el milagro que había hecho esa mañana y les conté lo que había pasado.  Todos sonreían y alabaron a Dios porque entendieron el mensaje. Hasta creo que conmovió a algunos. Para los que me conocían mejor, creo que la mayoría, reconocieron el milagro porque sabían que nunca había manejado en ese país. 
Cuando terminé de hablar me sentía completa, sentía que el Espíritu Santo me llevó a compartir ese testimonio y que de alguna manera hizo impacto en mi vida y en la de quienes me escuharon. Ahora sé que tengo una fe, mi propia fe. Ahora sé que conozco a Dios, el Dios de muchos, mi Dios.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Amiga... qué te puedo decir. Qué milagro. Qué experiencia. Qué paz, ¿cierto? Cuando Dios mismo te lleva de la mano y te sonríe mirándote a los ojos y lo tienes que compartir. Cuando hace de lo simple algo maravilloso. Cuando te hace fuerte, cuando te acompaña y lo sientes (porque siempre va con uno pero no siempre le prestamos atención). Qué hermoso. Me encantó. Te quiero!